Espacio literario y creativo

jueves, 28 de julio de 2011

La canción de la tierra

Es la canción de la tierra,
la que suena en los mantos de las mujeres,
la que es copa y noche en las encinas,
la de las ranas y los caballitos dorados,
la del portón o arado sumergido.
Es invierno. El viajero sube
en sábado por la avenida vacía,
envuelta en la niebla: ni un alma
a las nueve de la mañana.
   Una, dos, tres pasiones lo encienden.
   Lo encienden como al tordo la flecha,
como al corazón la escarcha: hace frío.
   Sopla el viento, viejo hechicero.
   Maldito viento de las chanzas
del pasado y del futuro.
   El desnudo cuerpo de un alce
engaña, otra vez, a los sentidos.
Cómo lloro el perdido almendro blanco
de fines de febrero, cuando te arrimabas
buscando un poco de calor, cuando el vaho
era apenas tabaco compartido, cuando las alimañas
dormían en los pliegues de la tierra.
   Era tiempo de un poco de inocencia,
era tiempo de soledad estúpida,
de trineos corriendo por tu pelo.
   Llevabas una bufanda de ciervos, algo así
como un taxi en Alaska, cualquier chuchería
del rastro o, peor aún, de la planta baja
del corte inglés. Era lo mismo.
Lo recuerdo bien los domingos lluviosos,
cuando los ángeles de las iglesias entristecen
o cuando visito las alamedas de los parques
vacíos. Tomábamos té, chocolates,
regaliz, niñerías calientes para tardes frías.
   Contigo visité dos o tres ferias:
el tren de la bruja, el lacio limón
de la ruleta sin premio. Paseábamos
sin rumbo por las estaciones en horas inconvenientes.
   Una vez un policía nos detuvo, sonrió, nos bendijo
al fin y nos dio las buenas noches.
   Olía a vino caliente, a cena barata,
a recomendación de capillita. ¿Hombre,
caimán, esfera, tea?
Te gustaba hacer crujir las castañas
del invierno, qué extraño, para mí
que he ido a recogerlas más allá del páramo.
   Las encendías para mí en tu boca.
   Quizá por eso tus besos sabían a pelo quemado.
   Me dabas leche con miel y casi siempre
te la aceptaba. Ya sabes, colmenera,
que sólo es manco el desprecio.
He visto después ángeles hechos trizas,
copos de puré de patata en el estómago
de vacas, pero nada de tanta risa
como aquellos bancos llenos de flores blancas.
   Crujían los pétalos al sentarnos,
y el aire era tan frío como meterse de hielo
un lagarto en los pulmones. No nos importaban
los coches, las otras hojas aún no nacidas,
la blanca mañana nevada. Era el tiempo
de la amnesia consentida, del viaje
en metro y las enaguas de plata.
                                        PMB

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